5.7.08

Se viene el agua, escuché que me gritó Lucy pero no podía verla por los árboles, se me había adelantado. Recién salidas de la Pelopincho pasábamos el rato montadas en bici metidas entre los pastos duros del bosque. Esto no es un bosque. Vos no sabés lo que es un bosque, me decía Lucy. Otros años la hora larguísima de la siesta nos encontraba hundidas en la zanja. La cara negra y embarradas hasta la nariz. Porque éramos felices ahí adentro de esa zanja, nuestra zanja, mezcla de barro y agua de lluvia podrida. Jugamos a encontrar gusanos en el fondo con las antiparras puestas. Con suerte renacuajos y hasta a veces ranas. Coleccionábamos los bichitos más raros, los metíamos dentro de unos frascos de mermelada y los mirábamos largo rato para ver qué hacían. Los menos se resignaban a la nueva vida que les toca, quietitos en la base del frasco se quedaban. Los más se chocaban entre sí aturdidos buscando la salida, arrastrándose camino hacia la tapa y los otros, a los que llamábamos suicidas sólo se apartaban del resto enroscándose en su propio cuerpito. Cuando les daban permiso venían los vecinitos de a la vuelta aunque no siempre los dejaban enchastrarse como a las mugrientas de nosotras. A Lucy tampoco la dejaban siempre, pero cuando yo venía de vacaciones casi todo estaba permitido. Muchas veces cuando había sequía como ahora extrañábamos la zanja. Entonces la tía nos preparaba el revoltijo de barro en una palangana para que cambiemos esas caras largas. Nos pasábamos la pasta por todo el cuerpo, dibujando con deditos embarrados la espalda, las piernas y nos corríamos descalzas por la vereda y la calle. Aunque yo a veces me raspaba los pies estando así, descalza en la calle de tierra. Me lastimaba como cuando jugábamos a las carreras desde la puerta de la casa hasta las vías viejas ida y vuelta. Y sino en el almacén pidiendo fiado las bolsitas de bombitas de agua y toda la siesta llenando un balde con Bombuchas de colores. Lucy siempre elegía las rojas y las amarillas, a mí en cambio me gustaban las azules y las verdes que eran justo los colores del uniforme de mi escuela. Las repartíamos primero para después escondernos detrás del portón de entrada y salir de prepo cuando pasen los demás chicos de la cuadra a tirarles con todo y puntería, mientras riendo volvíamos a correr esta vez hasta el fondo de la casa escuchando las cosas que nos gritaban. Otras veces pero sólo entre nosotras nos quedábamos haciendo guerra de Bombuchas en malla y ojotas, dando vueltas por todo el patio y alrededor de la casa. Después cuando ya no podíamos más de tanto correr y correr nos echábamos en el pasto a reírnos de vuelta y a pelearnos también, porque a veces nos peleábamos. Como cuando fuimos todos a comer al restorán del centro y conocí al primo Pedro que también venía de lejos, que tenía dos años más que yo y estaba en 6º grado. Me acuerdo nos quedamos un montón de tiempo mirándonos y hablando de cosas que ni me acuerdo pero que me gustaría poder acordarme. Mientras le miro los rizos rubios, las pecas, me cuenta cosas de la toldería, de los indios, de que cuando sea grande quiere ser maestro de los indios porque no tienen casi maestros en la escuela rural y qué se yo qué otras cosas. Me regala el collar que hicieron los indios con semillas de sandías pintadas, me lo pone al cuello y me mira, me dice que me queda lindo. Lucy no me habló en el auto todo el viaje de vuelta. A la noche tampoco quiso dormir conmigo. Pero también hubo otras veces en que estuvimos más unidas que nunca, en que fuimos más hermanas que nunca. Cuando venían los primos más grandes a quedarse a dormir y tirábamos los colchones. Todos los primos durmiendo en el piso del jol, dejando las puertas abiertas a la noche para que entrara el fresco. Los ventiladores encendidos al máximo en las ventanas mientras escuchábamos acostados las historias que nos contaban. Como esa noche en que nos contaron a todos la historia del Yaraví. El cuento de esa india quinceañera, la hija menor de unos quichuas. “Decían que nunca había tenido un novio porque era muy fea”. Escuchamos eso y Lucy se rió fuerte pero yo me quedé seria. La india había oído hablar de la magia del Tatú Piré, un riacho que no estaba muy lejos de donde vivían. Un riacho que si te bañabas ahí conseguías lo que querías: un novio y si tenías suerte un marido. Entonces vino el día en que ella se escapó de la casa y no me acuerdo cómo llegó hasta la orilla. Se sacó toda la ropa y se metió desnuda en las aguas del Tatú. Así estuvo nadando sola hasta que el sonido de una quena le llegara como de lejos a los oídos y viera por detrás de unos árboles a su músico que venía a buscarla. Se fueron así los dos caminando de la mano, por los cerros. Me quedé pensando en eso, en lo lindo que era cuando un chico que me gustaba me agarraba de la mano. Tuvieron tanta mala suerte que en el camino se cruzaron con ese hombre. Un jefe de no sé qué, que decía esta india es mía, porque la había comprado o algo así, entonces la subió al caballo y se fueron levantando el polvo seco del camino. Se la llevó. El enamorado de la india la buscó por todos lados, recorrió todas las casas de todas las familias preguntando, pero nadie sabía nada. Y no la vio más. Ví cuando Lucy arrugó el entrecejo y dejó la mirada perdida en el aire. El músico volvió al riacho y empezó con la quena a tocar una canción triste cada vez más triste que era el Yaraví, que es la canción de amor más triste del mundo. Así dijeron. Y terminó ahogándose, medio loco por la india esa. Todavía se escucha el sonido de la quena a lo lejos, dijo mi primo más grande cuando terminó de contar la historia y todos nos quedamos en silencio por un rato hasta que otro: escuchen es la quena, es el Yaraví, el ahogado anda cerca. Y Lucy se tapaba con la sábana el cuerpo, pero sobre todo la cara y se acurrucaba en el colchón y yo me levantaba rápido a cerrar la puerta de un golpe. Gritábamos retándolos. Nos enojábamos con los chicos pero al rato se nos pasaba.
La lluvia llegó y nos agarró en medio del bosque que había en frente de la casa, mojándonos un poco. Paseábamos en bicicleta. Lucy mirando el cielo me dice ahí viene la lluvia. Yo miré y no ví nada. Pero Lucy sabía de esas cosas más que yo. Pedaleamos lo más fuerte que pudimos entre los pastizales y las raíces de los algarrobos que brotaban de la tierra. En el cielo se veían los relámpagos que alumbraban los techos de las casitas. Me acordé de Lucy cuando cerraba los ojos porque el flash de la cámara que canjeamos con las tapitas de gaseosa le lastimaba los ojos, igual que ahora el resplandor ahí arriba también le lastimaba. Era una tormenta eléctrica que se largó bien fuerte justo justo cuando pisábamos la entrada de vuelta a la casa. Ahí nos quedamos todos en la puerta. Pero sobre todo nosotras que mirábamos fijo cómo se alimentaba de vuelta nuestra zanja, empujándonos un poco para conseguir el mejor lugar para ver cómo era el alivio, para sentir el olor del alivio de la tierra norteña mojada.