3.4.08

las cucarachas [fragmento]

“No he mentido”, dijo y sus labios se hincharon y se tornaron pequeños al mismo tiempo. Sentí que coqueteaba conmigo como una mujer coquetea con un hombre. “Lo de las cucarachas es verdad, tú mismo debes recordar…” Me sentí turbado. Realmente, yo recordaba aquella invasión de cucarachas, aquella riada de enjambres negros que llenaban la oscuridad nocturna con su correteo. Todas las rendijas estaban pobladas de antenas temblorosas, de cada intersticio podía brotar bruscamente una cucaracha, en cada fisura de suelo podía anidar ese relámpago negro, corriendo el suelo en un zigzag enajenado. ¡Ah, estos gritos de terror del padre saltando de silla en silla con un venablo en la mano! Sin aceptar alimentos ni bebidas, los rubores de la fiebre en sus mejillas, con una convulsión de rechazo grabada alrededor de sus labios, mi padre se tornó completamente salvaje. Una terrible repulsión había transformado su rostro en una máscara trágica, yerta, donde sólo las pupilas se agazapaban, ocultas bajo el párpado inferior, tensas cual cuerdas de arcos, en una eterna desconfianza. Súbitamente, con un grito estremecedor, saltaba del asiento, se precipitaba a ciegas hacia un rincón de la habitación, y ya levantaba el venablo en cuya punta se hallaba clavada una enorme cucaracha que se estremecía desesperadamente moviendo la maraña de sus patas. Adela venía entonces en ayuda de mi padre pálido de terror y se llevaba la lanza con el trofeo cosido en su punta que ella se disponía a ahogar en un barreño. Ya entonces no hubiera sabido decir si estas imágenes me habrían sido inculcadas por los relatos de Adela o si yo mismo había sido testigo de ellas. Mi padre no poseía entonces esta fuerza de resistencia que protege a los hombres sanos de la fascinación de la repulsión. En lugar de arrancarse de la terrible fuerza de atracción de este hechizo, mi padre, abandonado a la locura, se encenagaba en ella más y más. Sus tristes consecuencias no se hicieron esperar mucho tiempo. Pronto aparecieron los primeros síntomas sospechosos, que nos colmaron de angustia y pena. El comportamiento del padre había cambiado. El frenesí, la euforia de su excitación, parecía apaciguarse. En sus gustos, y en su mímica empezaron a revelarse indicios de mala conciencia. Nos evitaba. Se escondía durante días enteros en los rincones, los armarios, bajo el edredón. Lo veía a menudo pensativo, mirando sus manos, examinando la consistencia de su piel, de sus uñas, en las cuales empezaban a aparecer manchas negras, tan negras y relucientes como el caparazón de una cucaracha.

[bruno schulz. las tiendas de color canela]