14.4.08


Cuando doblé la esquina de Salta hacia la calle Belgrano, me acordé que en el apuro había dejado los puchos sobre la heladera. Hacia la calle Belgrano me acordé que había estado fumando mientras empanaba las milanesas del mediodía. No volví. Crucé la avenida al humo, piqué una diagonal entre bocinazos y puteadas de automovilistas, violentando las reglas de seguridad vial. Aproveché el impulso atleta y con las milanesas del mediodía rebotándome todavía en el estómago, seguí la corrida hasta la mitad de cuadra donde mi vozarrón ahogado, aplastado y asesinado a causa del vil deporte alcanzó a pedirle al kiosquero de la cuadra los Jockey de veinte y una cajita de fósforos, sin olvidarme de los Jorgito de leche para el mate de la tardecita. Llevaba uno para cada uno de nosotros. Los kioscos nunca abundan. Nunca se sabe dónde se esconden, pensé. Debería haber como mínimo uno por manzana. Mientras recuperaba el aliento aproveché para volver a la rutina de abrir atados. En la parada tuve tiempo suficiente para darle unos besos a mi droga. Di una larga y furiosa última seca cuando hice foco: era el gigante amarillo y se acercaba a las chapas. Tendí la mano hacia el asfalto mientras mi zapatilla hundía el pucho en la vereda, apagando sus últimos fuegos. A las chapas el gigante amarillo se acercaba y sus luces fosforescentes de boliche barato, su quemeimporta quien venga por delante, su frenada pedorrera, su desparpajo mamarracho de reventado rockstar, me causaron una extraña sensación de felicidad: era él y venía por mí. Lo conocía de memoria: el gran 98, el único que me llevaría, como todos los viernes a la quinta, en las cercanías del balneario de Quilmes.
Sin saludar: uno cuarenta y me senté en la fila del fondo, contra la ventanilla. Abrí la mochila y pensé: qué suerte no volví. Crucé la avenida al humo, piqué la diagonal entre bocinazos y puteadas de automovilistas, violentando las reglas de seguridad vial. Aproveché el impulso atleta y con las milanesas del mediodía rebotándome todavía en el estómago, seguí la corrida hasta la mitad de cuadra donde mi vozarrón ahogado, aplastado y asesinado a causa del vil deporte alcanzó a pedirle al kiosquero de la cuadra los Jockey de veinte y una cajita de fósforos, sin olvidarme de los Jorgito de leche para el mate de la tardecita. Llevaba uno para cada uno de nosotros pero la maratón, la corrida hasta la mitad de cuadra con la milanesa del mediodía rebotándome todavía en el estómago curiosamente me había despertado el hambre. Empecé con la rutina de abrir Jorgitos. Los kioscos nunca abundan, pensé. Nunca se sabe dónde se esconden. Mucho menos los viernes cuando bajaba del gran 98, como tantas otras veces camino a la quinta, en las cercanías del balneario de Quilmes.