Manca parado en el medio de la calle tiró la primera piedra. Entonces se le sumaron los cascotazos de los demás. No sé cuanto tiempo pasó hasta que sonó la alarma. Juro que el pecho se me salía. Tardaban demasiado. Pensé que saldrían los vecinos o terminaría la noche aguantando el reto de mis viejos cuando vinieran a buscarme a la comisaría. Me vino un fuego en la boca del estómago. Tenía el corazón en la boca. Éramos cuatro los que nos quedamos de campana. Marucha estaba como loca, movía los brazos para todo lados y decía cosas: que rápido, que se apuraran, que la puta madre. Noelia se comía las uñas sentada en el cordón. El Japo y yo no decíamos nada pero me di cuenta de que estaba tan cagado como yo, como todos, ¿para qué te voy a mentir? Formamos un grupito en esa esquina, en la misma cuadra del mercadito. Desde ahí podíamos ver cómo se iban prendiendo las luces de la cuadra. Los pibes de a poco iban saliendo y venían uno tras otro en carrera hacia donde estábamos, en fila india trayendo la mercadería. Allá venía Mario cargando cuatro botellas. Ariel, Manca y Lula: botellas y más botellas. Esa vuelta no estaba ni el Papa, ni Ramiro, ni Matías Punk. Tampoco estaban esas pibas, la de corte carré que no me acuerdo cómo se llamaba, y la otra con la que andaba siempre. ¿Dónde estarían esa noche todos los demás? Faltaba la mitad del plantel. Es que éramos como un club, ahora que lo pienso. Hicimos las dos cuadras que nos quedaban hasta la estación. Esas fueron fáciles. Se nos complicó un poco cuando llegando a La aviación por Rivadavia, en la plazoleta del obelisco donde terminaba el asfalto, tuvimos que esquivar los charcos y todo el barro que había dejado la lluvia. Cuando corríamos en el descampado del ferrocarril vimos venir los dos faroles del lado de Burzaco: era el Roca. Las piedras de las vías se nos clavaban en los pies, pero así y todo igual llegamos a cruzar antes de que pasara. Trepamos por las rejas de a dos, de a tres personas hasta subir al andén. Los que todavía estaban abajo, en la vía, nos alcanzaban las mochilas y todo lo demás que traían para hacer más rápido. Una vez arriba hicimos el recuento y faltaba uno: Maxi Kosteki. ¿Y Maxi? ¿Dónde quedó Maxi? Ahí viene, hay que bancarle la puerta, dijo alguien. Mientras saltaba la reja, con Ariel le tuvimos las puertas para que nos alcanzara. Fue el último en subir al tren y el primero en sacar las conclusiones: ¿Gaseosas? ¿nada más que gaseosas?, preguntó. Y todos nos quedamos mudos. “Somos una manga de boludos, Kosteki tiene razón”, se escuchó. Así nos quedamos un rato. Como serios, desilusionados, qué se yo. Después Lula empezó a reírse solo, con esa risa contagiosa. Y estuvo bueno eso porque detrás de él nos reímos todos. Alguien abrió una de las tantas botellas y la hizo circular en el grupo. Una de lima-limón, digo, por el color del liquidito. Amarillo es lima-limón, ¿no?
Botellas de gaseosas truchas, ese era el trofeo que nos llevábamos de la noche del saqueo al Blancanieves. Ya no me acuerdo muy bien qué más pasó después porque con Ariel cambiamos de vagón. Nos sentamos solos a devorar unos chocolatines que había rescatado. Esos Milkinis que comíamos seguido. Igual me parece que no volvimos a ver a los pibes hasta el otro día.